¿Existe el libre albedrio porque no podemos vaticinar el futuro?

Acabo de ver un artículo de William Egginton, titulado: “Sí, existe el libre albedrio porque no podemos vaticinar el futuro (y eso es esperanzador)”: https://www.elconfidencial.com/cultura/2025-03-09/el-libre-albedrio_4080391/

Según la Wikipedia, William Egginton nació en Syracuse, Nueva York, en 1969 es crítico literario y filósofo. Ha escrito extensamente sobre una amplia gama de temas, incluyendo teatralidad, ficcionalidad, crítica literaria, psicoanálisis y ética, moderación religiosa y teorías de la mediación.

En 1992, conoció a Slavoj Žižek, cuyo trabajo ha tenido una influencia duradera en su pensamiento. Se doctoró en Literatura Comparada en Stanford en 1999. Actualmente es profesor Decker de Humanidades, presidente del Departamento de Lenguas y Literaturas Modernas y director del Instituto de Humanidades Alexander Grass de la Universidad Johns Hopkins, donde enseña literatura española y latinoamericana, teoría literaria y la relación entre literatura y filosofía.

El artículo, al parecer, trata de promocionar un libro que acaba de escribir. Tengo que confesar que no me he leído el artículo entero, pues ya el título sobre el libre albedrío tiene suficiente enjundia para criticarlo. El libro que pretende promocionar se titula: “El rigor de los ángeles”, también tiene un título sugerente. Las discusiones sobre los ángeles (¿Cuál es su sexo? ¿Cuántos caben en la cabeza de un alfiler?, etc.) tenían al parecer mucha popularidad en Bizancio, la capital del imperio romano de oriente, ahora conocida como Estambul. Este tipo de discusiones acabaron recibiendo el epíteto de “Bizantinas” porque son interminables e indecidibles, a más de absurdas. El libro parece tratar de Boecio, y del rey Teodorico, que no eran bizantinos sino más bien del imperio romano occidental. Sin embargo, Boecio, al parecer “…llegó a un compromiso entre las posturas teológicas occidental y oriental: Cristo podía ser, y, de hecho, debía ser a un tiempo idéntico al Padre y distinguible de Él”. Boecio perdió su vida terrenal (aunque quizá ganó la eterna) por ésta y otras afirmaciones que no gustaron a Teodorico.

Comprenderéis que, al llegar aquí, ya no siguiese en mi lectura pues, aunque occidental, la discusión tiene el 100% de las características de un asunto “bizantino”. Pero no es necesario leer todo. Ya el título del artículo contiene, como decía antes, enjundia suficiente para comentarlo. El Libre Albedrío probablemente viene discutiéndose por teólogos desde entonces, es decir desde Boecio (Roma, 480 – Pavía, 524) e incluso antes. Es en sí un tema bizantino, y no tiene últimamente mucho interés, pues nadie sabe a ciencia cierta cómo funciona nuestro cerebro. Lo que es cierto es que, al menos los estudiosos, han dejado el asunto en manos de la Neurociencia, no de la filosofía y la teología. No es de extrañar que un crítico literario, aunque haya sido influido por Žižek, desbarre en este tema.

La idea del libre albedrio es la base de la responsabilidad de cada uno sobre sus actos. Nadie sabe cómo “decidimos” cuál va ser nuestro siguiente movimiento, pero los neurólogos parecen coincidir en que, a posteriori, encontramos una justificación, más o menos compatible con nuestra experiencia anterior, de por qué hemos actuado como lo hemos hecho. En todo caso es una justificación  “posterior”. En ningún caso se puede identificar un acto con una decisión consciente de nuestro cerebro.

No creo que la idea de que, como no podemos prever qué vamos a hacer, esto significa que podemos elegir conscientemente nuestros actos, tenga ningún soporte admitido por ningún neurocientífico (ni corresponde a ninguna lógica deductiva). Claro que un crítico literario no es un neurocientífico, ni un lógico, y, por lo tanto, puede decir lo que se le ocurra sobre el libre albedrio o sobre la reencarnación, el karma o la vida eterna. Es decir, podemos pasar completamente de las opiniones del crítico literario sobre cualquier cosa que no sea crítica literaria (e incluso también sobre la crítica literaria, que es bastante voluble y muy poco contrastable con criterios científicos). En todo caso, podemos analizar su aseveración con algún criterio lógico y saber si merece alguna atención, o al menos es coherente.

Desde el punto de vista (teo)lógico, la discusión entre predeterminación y libre albedrio es un círculo vicioso sin solución. Si Dios lo sabe todo, sabe de antemano qué vamos a hacer en cualquier situación y, por tanto, si nos vamos a salvar o condenar. Entonces no tenemos capacidad de cambiar el curso de nuestra vida, hagamos lo que hagamos. Estamos salvados o condenados de antemano, es decir predeterminados o predestinados, y este hecho no depende de una decisión propia, pues todo era sabido (por Dios) antes de nacer (nosotros). No hay ninguna justicia en nuestra condenación o salvación.

Por otro lado, la existencia del libre albedrío supondría que Dios no sabe qué vamos a elegir, o sea que no es omnisciente, pero al mismo tiempo podría basar nuestra salvación o condenación en nuestro comportamiento, y su decisión podría ser justa. Esta es precisamente una discusión absurda. O Dios es omnisciente o es justo. No puede ser las dos cosas al mismo tiempo (desde un punto de vista lógico). Esta contradicción lógica hace que los atributos “omnisciente” y “justo” de Dios sean incompatibles y como, por definición (ver el argumento ontológico de San Anselmo), Dios tiene todas las virtudes posibles (es el ser más perfecto que puede ser imaginado), tendría que ser a la vez omnisciente y justo. Por tanto, algo va mal en la lógica teológica.

Desde el punto de vista del “creyente”, sin embargo, no se ve contradicción, pues la base de la fe no es la lógica, sino la aceptación de lo revelado. Según Tertuliano, “credo quia absurdum”= lo creo porque es absurdo. Lo mismo pueden darse al mismo tiempo las dos cosas (libre albedrio y predeterminación) que solamente una o ninguna de ellas.

La idea de que dos cosas que no entendemos en absoluto, tienen que estar conectadas entre sí, es bastante común ente gente con poca formación, e incluso en algunos premios Nobel de Física (ver por ejemplo las absurdas ideas de Roger Penrose sobre conciencia gravedad cuántica y microtúbulos, en la entrada de este mismo blog “Ciencia y Ética: patología y fraude en la investigación científica”). Lo que William Egginton no entiende es que, aunque sepamos la base de un comportamiento de la materia, no siempre es posible predecir dicho comportamiento con detalle, y a veces ni siquiera en grandes rasgos. No hay más que ver que las predicciones meteorológicas fallan más que una escopeta de feria, aunque las ecuaciones que rigen la evolución de la atmósfera (la hidrodinámica o mecánica de fluidos), están correctamente formuladas desde finales del siglo XIX. Esto es así pues la dificultad de prever un comportamiento puede no se deberse a la ignorancia de los principios o leyes que rigen el fenómeno, sino a la incapacidad de conocer con suficiente precisión las condiciones iniciales (por ejemplo, datos meteorológicos en suficientes puntos y con suficiente precisión numérica), pues la sensibilidad de las ecuaciones a variaciones infinitesimales de los datos de entrada, puede llevar a predicciones completamente distintas con diferencias infinitesimales de las condiciones de partida, en sistemas complejos (ver la teoría del Caos y el “efecto mariposa”).

En el caso de la mente ni siquiera tenemos las ecuaciones que rigen los procesos mentales, y mucho menos la historia completa de su desarrollo desde, la formación inicial de las neuronas, ni los fenómenos externos cambiantes que producen una respuesta continua de nuestros circuitos neuronales. Ni siquiera hay un concepto claro de conciencia o decisión consciente. Tampoco hay una definición del libre albedrío. ¿Cómo piensa nuestro crítico literario prever (él dice vaticinar, que es más literario) nuestras acciones futuras con este marco predictivo tan pobre? Pues claro que no puede.

Lo asombroso es que, de esta imposibilidad, él pueda deducir que tenemos libre albedrío. Parece una afirmación difícil de hacer partiendo de una ignorancia casi total de las premisas, pero, como al parecer dijo Domingo Faustino Sarmiento (presidente de Argentina entre 1868 y 18749): “La ignorancia es atrevida”

Claro, que William Egginton no es el único “atrevido”. Hay quien cree que “si los tontos volasen, oscurecerían el cielo”.

Publicado por Manu Barandiaran

Profesor emérito de la Universidad de País Vasco

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