La Luna y la vida

Leo en “El Confidencial” del 25 de enero otro artículo de Avi Loeb: La carambola cósmica que hace posible la vida en la Tierra (y otras partes de la galaxia)

Como quizás sabéis, Loeb escribe continuamente sobre vida extraterrestre, pues siendo el director del Instituto para la Teoría y la Computación del Centro de Astrofísica Harvard- Smithsonian, su éxito popular proviene del libro: Extraterrestrial, en el que, según Amazon: El principal astrónomo de Harvard expone su controvertida teoría de que nuestro sistema solar fue visitado recientemente por tecnología extraterrestre avanzada procedente de una estrella distante. Lo que añade un nuevo dato a los muchos recientes, para pensar que Harvard ya no es lo que era….

Pero, volviendo al tema, el artículo que nos ocupa hoy trata de la influencia de la Luna en el nacimiento de la vida, pues nuestro satélite es peculiar, en el sentido de que es muy grande y provoca grandes fuerzas que dan lugar a las mareas. En nuestro sistema solar, hay varios satélites más grandes que la Luna, pero orbitan los gigantes gaseosos: Júpiter y Saturno. Por ejemplo: Ganímedes, (satélite de Júpiter) es incluso más grande que el planeta Mercurio, Titán (satélite de Saturno) y el segundo más grande del sistema solar, o Calisto e Ío, también satélites de Júpiter. Sin embargo, la relación de tamaños y masas, respecto a sus planetas, es muy inferior a los de la Luna.

La Luna siempre ha tenido mucha influencia en la vida (en la Tierra) pues ha sido la que marca los ciclos reproductores, tanto agrícolas (vegetales en general) como humanos. También influye en la mente, pues a los enfermos mentales se les llamaba antes lunáticos, y, ya en broma, el hombre lobo siempre se transformaba en noches de Luna llena.

Para mi tenía, aunque no creo haberlo leído en ningún sitio, que tuvo que influir mucho en el nacimiento de la vida, si es que ésta se formó en los charcos de la marea. La idea es que los charcos se secaban, y volvían a llenarse con nuevas moléculas necesarias para la vida, de manera periódica, lo que haría que los ingredientes se concentraran en ellos. El caso entonces es clarísimo, pues la Luna es el motor de las mareas. Además, este mecanismo podría haber supuesto una diferencia primordial respecto a otros planetas que no tienen lunas tan grandes, para explicar la “escasez” de vida extraterrestre que conocemos (exactamente, cero). Este hecho había chocado ya a Fermi cuando postulo su ya conocida paradoja de: ¿Dónde está todo el mundo?, pues al parecer había muchos trillones de posibles planetas extraterrestres con condiciones para la vida. Si la Luna es tan rara y esencial para el nacimiento de la vida, la paradoja podría quedar resuelta.

Loeb se refiere a un artículo suyo, junto con un anterior colaborador, donde explora precisamente las implicaciones de las mareas para la vida en exoplanetas: Implications of tides for life on exoplanets (arXiv:1707.04594v3 [astro-ph.EP] 23 Jul 2018). Este artículo es complicado y está lleno de fórmulas, por lo que es una pesadez. Lo bueno es que revisa los supuestos mecanismos con que la Luna ayudó al nacimiento de la vida, que es lo que me interesa.

Loeb empieza constatando que es una coincidencia afortunada para la vida que las fuerzas de la Luna y la del Sol sean similares y en sincronismo. Luego indica que la Luna se aleja de la Tierra bastante deprisa, a un ritmo de 8,4 cm/año. Entonces, las condiciones en la época del nacimiento de la vida, hace 4.000 millones de años, serían muy distintas. La luna estaba unos 150.000 km más cerca de la Tierra. Esto aumenta mucho la fuerza de las mareas que podrían cubrir y descubrir hasta 100 km tierra adentro. Además, la velocidad de rotación de la Tierra era más rápida, con lo que las mareas tendrían una periodicidad de unas 0,6 h (¡10 minutos!). En estas condiciones, según uno de los autores revisados, se produciría una ”Reacción en Cadena de Marea” (TCR en inglés) determinante para producir la vida primitiva, o abiogénesis. Sin embargo, continúa el artículo, estos argumentos fueron criticados, acertadamente,  por otros investigadores, que concluyeron que era poco probable que este mecanismo fuera funcional. Además, se ha sugerido que, en el Eón Hadeano (desde hace 4.567 millones de años hasta 4.000 millones de años) y después, hasta bien entrado el Eón Arcáico, la Tierra estaba compuesta principalmente por océanos. Si los continentes surgieron tarde en la historia de la Tierra (después que la vida), el papel de las mareas en la abiogénesis sería completamente nulo.

Mi gozo en un pozo. Parece que la luna no tuvo un papel en el nacimiento de la vida. Pero los autores, Leb y su postdoc, no cejan: “Sin embargo, este hecho no debería implicar automáticamente que se pueda descartar la relevancia del mecanismo en todos los exoplanetas“. Me recuerda un argumento de Bertrand Russell contra los que decían que no se pude descartar terminantemente la existencia de Dios (agnósticos). Russell (ateo) contestaba algo así como, “tampoco se puede descartar completamente que haya un juego completo de té de porcelana china orbitando el Sol en el cinturón de asteroides, pero a efectos prácticos es como si no existiera”

Con estas premisas, el final del artículo en El Confidencial, resulta bastante incongruente. Este efecto de las mareas en la vida, dice, “… se puede probar en el futuro si descubrimos que los exoplanetas con formas de vida complejas tienen lunas que satisfacen la condición de coincidencia de mareas con su estrella anfitriona. Si alguna vez nos encontramos con extraterrestres, podemos preguntarles si la marea de su estrella anfitriona en su planeta de origen coincide con la marea de su luna. Si responden: “no tenemos luna”, sabremos que los terrícolas somos verdaderamente afortunados y especiales”.

Pues, la verdad, no sé por qué, ya que su “carambola” Luna-Sol no es lo que nos ayudó a estar aquí. Él sin embargo sale por peteneras: “Después de todo, el Universo no tiene la obligación de recompensar a todos sus habitantes con la misma vista del océano. Creo que saldré a la Galea a contemplar el océano.

Publicado por Manu Barandiaran

Profesor emérito de la Universidad de País Vasco

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